EL
GALLITO DE LA CATEDRAL
En los tiempos en que Quito era una ciudad llena de
imaginarias aventuras, de rincones secretos, de oscuros zaguanes y de cuentos
de vecinas y comadres, había un hombre muy recio de carácter, fuerte,
aficionado a las apuestas, a las peleas de gallos, a la buena comida y sobre
todo a la bebida. Era este don Ramón Ayala, para los conocidos "un buen
gallo de barrio".
Entre sus aventuras diarias estaba la de llegarse a la
tienda de doña Mariana en el tradicional barrio de San Juan. Dicen las malas
lenguas que doña Mariana hacía las mejores mistelas de toda la ciudad. Y
cuentan también los que la conocían, que ella era una "chola" muy
bonita, y que con su belleza y sus mistelas se había adueñado del corazón de todos
los hombres del barrio. Y cada uno trataba de impresionarla a su manera.
Ya en la tienda, don Ramón Ayala conversaba por largas
horas con sus amigos y repetía las copitas de mistela con mucho entusiasmo. Con
unas cuantas copas en la cabeza, don Ramón se exaltaba más que de costumbre,
sacaba pecho y con voz estruendosa enfrentaba a sus compinches: "¡Yo soy
el más gallo de este barrio! ¡A mí ninguno me ningunea!" Y con ese canto y
sin despedirse bajaba por las oscuras calles quiteñas hacia su casa, que quedaba
a pocas cuadras de la Plaza de la Independencia.
Como bien saben los quiteños, arriba de la iglesia Mayor,
reposa en armonía con el viento, desde hace muchos años, el solemne "Gallo
de la Catedral". Pero a don Ramón, en el éxtasis de su ebriedad, el
gallito de la Catedral le quedaba corto. Se paraba frente a la iglesia y
exclamaba con extraño coraje:
- "¡Qué gallos de pelea, ni gallos de iglesia! ¡Yo
soy el más gallo! ¡Ningún gallo me ningunea, ni el gallo de la Catedral!".
Y seguía así su camino, tropezando y balanceándose, hablando consigo mismo, -
"¡Qué tontera de gallo!"
Hay personas que pueden acabar con la paciencia de un
santo, y la gente dice que los gritos de don Ramón acabaron con la santa
paciencia del gallito de la Catedral. Una noche, cuando el "gallo"
Ayala se acercaba al lugar de su diario griterío, sintió un golpe de aire, como
si un gran pájaro volara sobre su cabeza. Por un momento pensó que solo era su
imaginación, pero al no ver al gallito en su lugar habitual, le entró un poco
de miedo. Pero don Ramón no era un gallo cualquiera, se puso las manos en la
cintura y con aire desafiante, abrió la boca con su habitual valentía.
Pero antes de que completara su primera palabra, sintió
un golpe de espuela en la pierna. Don Ramón se balanceaba y a duras penas podía
mantenerse en pie, cuando un picotazo en la cabeza le dejó tendido boca arriba
en el suelo de la Plaza Grande. En su lamentable posición, don Ramón levantó la
mirada y vio aterrorizado al gallo de la Catedral, que lo miraba con mucho
rencor.
Don Ramón ya no se sintió tan gallo como antes y solo
atinó a pedir perdón al gallito de la Catedral. El buen gallito, se apiadó del
hombre y con una voz muy grave le preguntó:
- ¿Prometes que no
volverás a tomar mistelas?- Ni agua volveré a tomar, dijo el atemorizado don
Ramón.- ¿Prometes que no volverás a insultarme?, insistió el gallito.- Ni
siquiera volveré a mirarte, dijo muy serio.- Levántate, pobre hombre, pero si
vuelves a tus faltas, en este mismo lugar te quitaré la vida, sentenció muy
serio el gallito antes de emprender su vuelo de regreso a su sitio de siempre.
Don Ramón no se atrevió ni a abrir los ojos por unos
segundo. Por fin, cuando dejó de sentir tanto miedo, se levantó, se sacudió el
polvo del piso, y sin levantar la mirada, se alejó del lugar.
Cuentan quienes vivieron en esos años, que don Ramón
nunca más volvió a sus andadas, que se volvió un hombre serio y muy
responsable. Dicen, aquellos a quienes les gusta descifrar todos los misterios,
que en verdad el gallito nunca se movió de su sitio, sino que los propios
vecinos de San Juan, el sacristán de la Catedral, y algunos de los amigos de
don Ramón Ayala, cansados de su mala conducta, le prepararon una broma para
quitarle el vicio de las mistelas. Se ha escuchado también que después de esas fechas,
la tienda de doña Mariana dejó de ser tan popular y las famosas mistelas de a
poco fueron perdiendo su encanto. Es probable que doña Mariana haya finalmente
aceptado a alguno de sus admiradores y vivido la tranquila felicidad de los
quiteños antiguos por muchos años.
Es posible que, como les consta a algunos vecinos, nada
haya cambiado. Que don Ramón, después del gran susto, y con unas cuantas
semanas de por medio, haya vuelto a sus aventuras, a sus adoradas mistelas, a
la visión maravillosa de doña Mariana, la "chola" más linda de la
ciudad y a las largas conversaciones con sus amigos. Lo que sí es casi
indiscutible, es que ni don Ramón, ni ningún otro gallito quiteño, se haya
atrevido jamás a desafiar al gallito de la Catedral, que sigue solemne, en su
acostumbrada armonía con el viento, cuidando con gran celo, a los vecinos de la
franciscana capital de los ecuatorianos.
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